La verdad importa poco
Es miércoles y llueve mucho en los alrededores del microcentro. Apenas se entiende lo que dice el papelito plastificado que un joven acaba de apoyar en el parabrisas del auto. “Quiero salir adelante. Ayudame”, se dibuja entre la cortina de agua. Podría ser un pedido más, pero algo lo distingue del resto: tiene escrito el alias correspondiente a un CBU. No hay tiempo para preguntarle si su bancarización es lo que le queda de una vida pasada que fue mejor o si le prestan la cuenta para agilizar la limosna con la que sobrevive. Solo urge memorizar el nombre del alias. El semáforo ya cambia de color.
Jueves al mediodía, a la salida del subte de la estación Carranza. Un muchacho vende frutillas y arándanos ubicados sobre una mesita plegable. El precio es atractivo, al igual que la calidad de las frutas. Varias personas hacen fila para comprarle esquivando la otra marea que suele agitarse cada vez que llega una formación. En un papel adosado con cinta blanca a la pared figura el alias del vendedor al paso, del que nunca se sabrá si da cuenta a ARCA de sus ganancias. Nadie saca efectivo. Todos usan el celular y chequean con él que ese nombre que les aparece para transferirle sea el suyo. ¿Será el suyo? Operación concretada.
El mismo día a la tarde, una señora que suele vender plantas por Palermo detiene su carro improvisado en la esquina de un colegio. Mientras esperan que suene el timbre de salida, dos madres se le acercan. Preguntan precios. Una sola compra una vara larguísima de una Santa Rita cuya vida se presume efímera si se la destina a un balcón en altura. Paga con su teléfono y se las arregla para no sacarle un ojo al resto de las madres que apuran el paso porque el timbre ya sonó.
Viernes por la mañana. El banco está vacío y el oficial de cuentas, desocupado. Es el mismo que había evitado responder un par de mails sobre un producto que la entidad ofrece, pero que no entrega porque “no le conviene”, termina aceptando el empleado que se ve obligado a poner la cara frente al inesperado acto de presencia del cliente al que no le respondía los mails, precisamente para no poner la cara. El cliente, que había cumplido con el envío de toda la documentación requerida por la entidad, pretendía que le aprobaran un crédito hipotecario para intentar comprar una vivienda. “Es mejor que vaya a un banco estatal. Acá no les interesa mucho otorgarlos”, le dice el oficial de cuentas de la entidad privada convirtiéndose en inesperado gestor de la pública.
País raro la Argentina, donde la propina, la ayuda al necesitado y la compra al comerciante callejero desconocido se puede abonar mediante un alias o un QR, pero el banco que cobra al cliente comisiones, intereses y multas si se excede un día de cualquier fecha de vencimiento no le brinda respuestas satisfactorias, contrariando incluso las normas que lo obligan a hacerlo.
“La verdad ya importa poco”, se titulaba una columna de opinión de Javier Cercas, publicada en LA NACION, a propósito de la política, pero perfectamente aplicable a hechos de la vida cotidiana. Y el resultado de ello –decía- “es el descrédito abrumador de la verdad”.