Botafogo y una lección de carácter y fútbol para ganar su primera Libertadores y espantar todos los fantasmas
¿Qué necesita un equipo, un club, una hinchada para darle un giro total a una historia centenaria? ¿Pueden bastar 90 minutos para conseguirlo? Las respuestas más sencillas dirían que alcanza con ser campeón o ganar un partido trascendente. Puede ser cierto, pero sólo en parte. Hace falta algo más, algo como lo que vivió el Botafogo en una final de Copa Libertadores que le será imposible olvidar.
Alguna vez calificado como equipo maldito o “azarado” (mufa), O Glorioso se abrazó a su primera posibilidad de conquistar América con uñas y dientes, se recuperó de dos golpes de nocaut, uno al comienzo de cada etapa, y logró ahuyentar las brujerías con carácter, personalidad y por supuesto, con mucho, mucho fútbol. Fue entonces que el Monumental se llenó de ritmos y sonidos cariocas y en Núñez arrancó un pagode emocionado, una fiesta con destino a extenderse por todo Buenos Aires y a llenar de luces la noche en la bahía de Guanabara.
Hay jugadas que por sí mismas definen partidos. Hay otras que definen a un equipo. El Fogao venía demostrando durante toda la temporada, pero fundamentalmente en la segunda mitad, que el juego se le escapa por los poros. Que tiene individualidades con talento, pero también movimientos colectivos aceitados, con y sin la pelota, propios de un conjunto trabajado de cabo a rabo.
A los 35 minutos de la primera mitad, cuando empezaba a dar muestras de recuperación después de la expulsión de Gregore a los 50 segundos de arrancar la tarde (fue con vehemencia a disputar una pelota alta con Fausto Vera en el círculo central y Facundo Tello elevó la tarjeta roja luego de tomarse unos segundos), los dirigidos por Artur Jorge hilvanaron una jugada mayúscula, con Thiago Almada como director de orquesta. El pibe de Fuerte Apache tocó y fue a buscar, dos, tres veces. Se guardó la pelota unos segundos entre las piernas, aceleró de golpe, abrió a Luiz Henrique, centro atrás, el disparo de Marlon Freitas se desvió en Almada y el propio Luiz Henrique incrustó el rebote en la red.
Pasarán décadas, y la sufrida gente del Botafogo seguirá repitiendo las imágenes de este gol cada 30 de noviembre, porque fue el puntapié inicial para espantar el susto que había acallado el fervor de las decenas de miles de fanáticos que llenaron las tribunas Centenario y Belgrano.
Movió las piezas con habilidad el técnico portugués del Fogao (tercer entrenador de esa nacionalidad que gana la Libertadores en los últimos seis años). Retrasó a Marlon Freitas para armar una línea de cinco defensores, apretó el equipo en su campo, y fue capeando el temporal. El 1-0 sacudió el partido y apenas cinco minutos después, la fortuna y la picardía de Luiz Henrique -con un par de zarpazos le alcanzó para ser el jugador de la final- redoblaría el temblor. Dudaron Everton y Guilherme Arana en cortar un pase largo, el número 7 de O Glorioso pellizcó la pelota entre los dos, y el arquero lo arrastró con el cuerpo. Penal que Alex Telles transformó en 2-0.
En todo ese lapso, a Atlético Mineiro le faltó todo aquello que al Botafogo le sobra. Salvo un par de remates desde fuera del área del siempre peligroso Hulk, el conjunto de Belo Horizonte expuso una sorprendente imagen de timidez y falta de confianza, como para explicar por qué sumaría su partido número 11 sin ganar consecutivamente.
Los dirigidos por Gabriel Milito (cuarto técnico argentino que dirige un equipo brasileño en una final de Libertadores, cuarto que pierde) pasaron de la tranquilidad para provocar el supuesto desgaste de un adversario disminuido a la inopia, del toque insulso a la pasividad defensiva, y lo pagaron con dos cachetazos inesperados.
Los fantasmas retornaron tras el descanso. Milito hizo tres cambios, y nuevamente al minuto de sacar del medio, otro golpe sacudió al Fogao. Córner de Hulk desde la izquierda y cabezazo limpio del chileno Eduardo Vargas, uno de los recién ingresados, para descontar y ponerle incertidumbre a la tardecita.
Diez días atrás, estos mismos rivales se habían enfrentado por el Brasileirao. A Mineiro le expulsaron un jugador al filo de la primera mitad, y en la segunda ofreció una lección de resistencia para aguantar el 0 a 0. Esta vez, Botafogo le devolvió la moneda con idéntica eficacia. Es verdad que Vargas definió mal en dos ocasiones, el arquero John desvió un remate debajo de Hulk que olía a festejo y Deyverson cruzó en exceso una palomita, pero fueron ocasiones aisladas, cabos sueltos de un fútbol con escasa sustancia.
El tercer gol en el descuento, otra acción a puro talento de Junior Santos, que regresaba al equipo luego de una fractura de tibia, puso el mejor colofón posible al día más soñado por el viejo Botafogo. El de Garrincha, el de Jairzinho, pero también el de los tres descensos en los últimos 20 años y el único grande de Brasil que nunca había levantado una Libertadores. Ya está, ya la tiene en sus vitrinas, y tal vez le hayan bastado 90 minutos de un partido excitante, de una final extraordinaria, para dar vuelta la página y arrancar otra historia, una que haga honor a su apodo de O Glorioso.