Siobhan Dumas: “La situación de mis hermanos fue muy difícil para papá”

Lo cuenta como si hubiera pasado ayer, o anteayer, con el recuerdo nítido de los detalles. Aunque fue hace décadas, rememora las playas de Buzios, el barco de madera pintado de azul y amarillo bautizado Velamar… y la imagen de ella sola, con no más de 10 años, observando las burbujas en el mar y esperando que su papá, el Gato Dumas, regresara de las profundidades.

Habían salido temprano. Åse Siobhan Dumas sabía cuál era el plan: navegarían hasta alejarse de la costa y, una vez anclados, el cocinero se sumergiría con un traje rústico para cazar langostas. Años después, aquella niña hecha mujer, se dio cuenta de la incertidumbre que sentía cuando quedaba sola en el bote. Y también descubrió que su padre, Carlos Alberto Dumas Lagos, conocido por siempre como Gato Dumas, no era como todos.

–¿Cómo era el Gato Dumas?

–Él era como era.

Una respuesta que repite durante toda la entrevista, como una nueva definición, como si no pudiera explicarlo con otras palabras. En un cálido departamento decorado con obras de arte de todos los tiempos, Siobhan reserva gran parte de su escritorio para los recuerdos de su padre: fotos, recetas, cartas de padre a hija, recortes de revistas. Todo un mundo que permite sumergirse en la vida del cocinero (Buenos Aires, 1938-2004) para conocerlo desde la mirada de su hija.

“Cuando papá se separó de mamá, al poco tiempo se fue a vivir a San Pablo. No podía estar en el mismo lugar donde estaba ella. Allí abrió un restaurante Clark’s, con el mismo diseño y ambientación del que tenía en Buenos Aires. Un amigo nos invitó a Buzios, fuimos una semana y al tiempo volvimos. Me acuerdo perfecto el día en el que él estaciona el auto en Praia dos Ossos, baja, se queda mirando y cuando vuelve me dice: ‘me vengo a vivir acá’”.

–¿Cuánto tiempo vivió en Brasil?

–Ocho años, muchísimo.

–¿Lo veías seguido?

–Papá venía mucho y nosotros con mis hermanos, especialmente yo, viajábamos mucho también. Ellos iban al principio y después a papá se le hacía más difícil ocuparse, y había una puja entre mamá y papá de que si no iban mis hermanos yo no podía ir y qué sé yo… Pero cada vez que podía me pasaba tres meses de vacaciones de verano, vacaciones de invierno, Semana Santa…

–¿De qué vivía el Gato en Buzios?

–Vivía de la pesca de langostas, después de su posada. Básicamente toda la plata que entraba del restaurante Clark’s, en Buenos Aires, iba directamente para nosotros, y él vivía un poco allá de eso. Tenía una casa muy linda sobre el mar y cocinaba muchísimo. Era una vida en la que todo el año era verano, con su bote, un barco de pescadores de madera, un chinchorro. Salíamos muy temprano a la mañana y él iba a pescar y a cazar langostas, y me llevaba. Era un poco la inconciencia de ese momento. Hoy harías un curso de buceo. Pero en ese entonces era todo rústico, había un compresor que apenas andaba, un motor que apenas andaba, bajaba y hacía a pulmón, o con sus tanques.

–¿Y vos que hacías en esos momentos?

–Me quedaba ahí arriba, esperándolo, en medio de la nada. Hay una imagen que tengo yo, en el barco buscando burbujitas en el mar que me confirmaran si papá estaba vivo. Porque si no, pensaba, ¿cómo volvía de ahí?

–¿Lo vivías con naturalidad?

–En ese momento lo vi natural y yo lo contaba como algo wow. Mucho tiempo después se lo conté a mis hijos y me di cuenta que no era algo habitual. De grande me di cuenta de que tenía agarofobia, la angustia a los espacios abiertos, y me acordé de esa situación. En medio de la nada, ¿qué habré sentido?

–¿Eran frecuentes esos viajes?

–Claro, no todos los días, pero sí. Para él era algo natural, en ese momento no existía que tengas el documento para bucear, el PADI [NdR: Professional Association of Diving Instructors, certificadora de buceo], que yo luego hice. Papá bajaba, subía, descomprimía. De eso me di cuenta de grande, por suerte, porque hoy lo veo como algo muy colorido. Cuando hice el libro [Sabores Heredados, editorial India] fue todo un proceso y pude ponerlo en palabras.

–En tu escritorio hay cartas. mensajes enmarcados, ¿era así solo con vos?

–Fue un padre omnipresente. Estaba… un poco demasiado (se ríe).

–¿Aunque estuviera en Brasil?

–Sí. Estaba porque era papá, era el Gato Dumas, pero además estaban sus cartas, a través de mi abuela, le mandaba, le escribía, llamaba, preguntaba, estaba permanentemente informado: los exámenes, si pasé o no pasé, la comunión.

–¿También con tus hermanos?

–Creo que cada uno es como puede, y lo es diferente con cada persona. Yo no soy igual con cada uno de mis hijos, hay momentos en que con uno estoy más, hay momentos con más afinidad. Es la vida, y los vínculos. Mi hermana vivió con papá muchos años, y con su mujer, Mariana [NdR. Mariana Gassó, su última mujer y madre de Olivia Dumas. Siobhan habla con orgullo de su hermana menor: “Se recibió de arquitecta; es inteligente, buena persona, tranquila, sana, la amo”]

–¿Por qué decís que tu papá tenía una herida?

–Lo de mis hermanos para él fue muy difícil. Tienen amaurosis congénita de Leber, que es un retraso intelectual que con el tiempo va produciendo ceguera. Hoy ya están ciegos los tres. Además, mi hermano menor tuvo meningitis a los tres meses. Todo esto le estaba sucediendo a un señor al que nunca le había pasado nada, sin ningún recurso emocional. Mi mamá quizás tenía más recursos, pero mi papá era un analfabeto en eso. Todo retraso intelectual provoca sufrimiento para el de al lado y para ellos mismos. Mis hermanos están en ese nivel donde son conscientes de todo, lo que es más doloroso. Porque no tienen un retraso intelectual tan marcado. De hecho, no haber podido ir a colegios buenos por la ceguera es lo que les dio más atraso todavía. Lo más doloroso para quienes los queremos y rodeamos son sus preguntas.

–¿Tu papá cómo enfrentó la situación?

–La enfrentó siendo él mismo, como él era en la vida. Así fue también en esta situación, iba para adelante. Pero no lo comentaba, no hablaba con sus amigos del tema, porque era una época en donde no se hablaba de esas cosas, se escondían. Encima sus amigos se casaban, tenían sus chicos, y mi papá quería que sus hijos jugaran al rugby, que vayan al Newman. Todos esos deseos que veía que sus amigos cumplían y para él era muy doloroso.

–¿Esos deseos se concentraron en vos?

–Papá tenía conmigo como una expectativa enorme. Y yo, como hija, era la única que no tenía ese diagnóstico, era una gran carga para mí. Yo era glass child (niño de cristal), con esa mirada de papá permanente, de insatisfacción permanente porque tenía tres hijos que estaban mal.

–¿Y como hermana?

–Hay muchos escritos sobre los padres con chicos con discapacidad, pero hace muy poco tiempo se empezó a hablar de los hermanos y toda la problemática que pasan. En las familias donde hay un hijo con discapacidad se pone toda la atención en él, y los otros sobreviven. Crecemos un poco en las sombras, y con exigencias. Somos los que ayudamos a nuestros hermanos.

–Decís que sus ojos te enseñaron a ver.

–Sus ojos ciegos me enseñaron a mí a ver la vida, lo importante, dónde ponemos atención. Crecer con tres chicos con discapacidad te hace conectarte de otra manera, de relacionarte. Querés todo lo mejor para ellos. Tu alma está siempre aprendiendo y enseñando, yo me siento muy diferente. Tuve que bucear un poco dentro de mí misma para encontrar mi luz, para poder brillar un poco y lograr atención. Siempre te sentís aislada, al margen, y no es una situación, lo llevás toda tu vida. El glass child es un tema para estar atento. Somos sobreadaptados, no podemos expresar abiertamente nuestros sentimientos, tenemos que pedir permiso: ¿de qué te quejas?, ¿qué es lo que te pasa? Agradecé a Dios, vos que estás bien, tu hermano no puede. Perdonalo.

–¿En qué momento de tu vida descubriste lo que había significado tener hermanos con discapacidad?

–Yo los capitalicé mucho y nunca me quedé en eso. Siempre tuve cosas extraordinariamente lindas en mi vida, y también extraordinariamente feas. Desde chiquita fui consciente de eso, y también tuve de manera natural, instintivamente, la capacidad de ver el vaso lleno. Nunca me escapé de eso, me metí, lo enfrenté. También el dolor de mis padres, verlo a papá pasando eso, sufrió. Para mi mamá fue menos complejo, y fue quien rehízo su vida más rápido (con su nuevo matrimonio tuvo tres hijos, que ahora viven en Inglaterra). Para mi papá la separación era un dolor extra.

–En ese entonces, ¿cómo te llevabas con él?

–Tuve una época en la que estuve muy distanciada. Mamá se había ido a vivir a Inglaterra y durante un tiempo mis tres hermanos quedaron acá y yo era la que me ocupaba. Igual me pongo en el lugar de alguien que tiene tres chicos que dependen de vos, y él se hizo cargo toda la vida. ¿A veces costaba? Sí, a veces costaba. No podría juzgar ni a mamá ni a papá. Estar en esos pies… no me siento capacitada. Treinta años de psicóloga (se ríe).

–Aun cuando se fue a vivir a Brasil.

–Una decisión muy determinante y así fue, dejó todo. Era una persona que se animaba a romper, fue un poco mascarón de proa, rompía estructuras de toda una época. Él venía de una familia tradicional, mi abuela era de misa diaria. Hijo único con sus primos que vivían en el piso abajo. Era muy tímido, se quedaba encerrado en el cuarto, iban todos los amigos los miércoles a comer a su casa… Hasta que viajó a Londres, a los 18 años, para estudiar arquitectura. Ahí conoció a mamá (Åse Snee), inglesa, que estudiaba teatro, era modelo y se mantenía trabajando como moza en un pub. Estaba becada en la mejor escuela de teatro. Salía con Michael Caine y con sus compañeras de clase, que eran actrices grosas. Tuvo que dejar bastante para venir a la Argentina, por el idioma no pudo seguir estudiando teatro.

–¿Por qué el Gato volvió a Buenos Aires?

–Cuando mi abuelo se entera de que papá no estaba estudiando, que estaba viajando por Inglaterra con mamá, lo hizo volver enseguida a Buenos Aires. Mi abuelo, Carlos Dumas, era un arquitecto muy reconocido y tenista amateur. Participó en los Juegos Olímpicos de París, en 1924, y jugó y perdió contra Lacoste. Era muy bueno y trabajaba muchísimo, y mi papá como hijo único era malcriado.

–Pero regresó con tu mamá.

–Mi mamá era muy joven. Entonces, antes de que viajara a la Argentina, mis abuelos maternos, John Snee y Åse Nissen, averiguaron por los jesuitas quiénes eran los Dumas. Las referencias fueron magníficas, y la dejaron viajar con la condición de que se casaran dentro de las dos semanas. Eran los dos de avanzada, papá al vivir en Inglaterra hizo un cambio. Él hasta ese entonces estudiaba arquitectura y tenía esa parte artística. En mi familia paterna el arte estaba por todos lados. Alberto Lagos, mi bisabuelo, fue uno de los mejores escultores del país. tenía muchísimos amigos artistas. Y papá también vivió todo eso. Era una familia artista, pero a la vez conservadora. Cuando mis padres se casaron se fueron a vivir a Barrio Parque, donde mi abuelo tenía su taller, y ahí nacimos todos nosotros.

–¿Cómo comenzó en la cocina?

–Empezó en Inglaterra, cuando trabajaba en restaurantes. Mamá también sabía mucho de cocina y estaba muy empapada con lo que estaba pasando en el mundo. A mamá le gustaba comer y cocinaba muy bien. Él había dejado la carrera, tenía cuatro chicos, pero teníamos cocinera, chofer… todo lo pagaba mi abuelo. Entonces mi mamá, que estaba trabajando de modelo, le dijo a mi abuelo: “Carlos, yo no quiero que usted le pague nada más. Si tengo que dormir abajo de un árbol, duermo abajo de un árbol, pero quiero que él trabaje”. Carlos Dumas, que la quería como una hija, le hizo caso. Él tenía un local en Recoleta y le dijo a papá: “Poné una zapatería, lo que vos quieras, pero tenés que hacer algo. Hablando con sus amigos, una noche decidieron abrir un restaurante, La Chimère. En ese entonces, en los restaurantes tenían el mismo menú, no era una cocina creativa ni de excelencia. Lo armó él con dos amigos, uno es Mickey González Moreno, que fue su socio hasta su último restaurante, él hacía los números y papá era el creativo. Lo seguía a papá, que era muy líder, tenía algo muy natural, la gente confiaba en él. Iván Robledo era el arquitecto de La Chimère, aunque mi papá tenía muy en claro lo que quería.

–¿Qué era lo que quería?

–Demostrar que la cocina necesitaba de buenos productos, excelencia en todos los aspectos, no solo en la comida. Un restaurante pensado. Usaba productos que hasta ese momento no se comían, por ejemplo, especias, hierbas, truchas, langostas, codornices, faisán, jabalí, nutria, guanacos, patos, pejerrey, caracoles, cordero. Fue el primer cocinero de autor en esa época en la Argentina; el que salió de la cocina, era el comensal espectador. Estamos hablando de los 60, la vanguardia, la rebeldía, el Di Tella. Jóvenes que tenían mucha efervescencia, que rompían con lo establecido expresándose. Papá lo fue en la cocina.

–¿Aun hoy La Chimère sería de vanguardia?

–Seguramente: los platos eran de piedra, cancheros; los cubiertos de peltre, los copones redondos. El restaurante era un espacio donde los artistas de esa época podían darse a conocer, colgaban sus obras. Como Nicolás García Uriburu, que le mandó desde los Estados Unidos la obra Las Tres Gracias en un rollo para que la colgara en La Chimère. Después Nicolás lo llama y le dice “mirá, la voy a mandar a una exposición de arte”, y ahí recibió el premio. Benedit, Polesello y hasta Botero le prestaban obras que se exponían, todos los meses cambiaban y algunas se vendían. El dibujo del menú lo hizo Marcelo Marotta.

–En el libro decís que él que creó la Recoleta.

–Es que en ese momento había que poner un restaurante de este tipo frente a un cementerio. Lo puso de moda durante muchísimos años. Hizo su vino propio, Vieja Lápida se llamaba, cuando algo así solo se hacía en Europa. Él empezó a promover la idea de una cocina nacional, que no se limitara a imitar, sino que buscara un camino propio. Decía que la Argentina debía aprovechar todas las posibilidades gastronómicas, incluyendo sus productos y tradiciones culinarias. Después fue uno de los primeros en introducir los conceptos de la cocina orgánica, la trazabilidad y lo agroecológico, primero con su propia huerta, en abastecer sus restaurantes con sus productos porque sabía de dónde venían.

–¿En tu casa cómo se comía?

–En casa la comida diaria era comida tradicional, sí muchas verduras, muy sana, mucho pescado. Nos enseñaban a comer bien. Pero salchichas, patys y esas cosas no, aunque a él le encantaba comer patys con puré chef.

–¿Cómo surgió el libro?

–Primero, siempre me gustó escribir y me hace bien hacerlo. Creo en el valor de la palabra y la permanencia del escrito. Hace unos años escribí un libro, que no publiqué, sobre la historia del arte argentino, saqué fotos en el Museo Nacional de Bellas Artes, en colecciones privadas, de artistas [Siobhan es licenciada en Historia del Arte y Gestión Cultural, egresada de la Universidad del Salvador con diploma de honor] . Disfruté mucho ese proceso. Cuando se murió mi marido empecé a escribir todos los días acá con una vela prendida y escribía y escribía para él. Eso me curó mucho. Me consolaba no solo escribir, sino recibir a mis hijos, a mis amigos. Cocinarles, poner una linda mesa, era un acto de cuidado y un lugar de escucha y de encuentro profundo que tenía el poder de sanar. Y pensé en un proyecto que me diera alegría.

–¿Cómo conectaste es proyecto con tu papá?

–Se cumplían 90 años de papá y era un proyecto que giraba en torno al encuentro en la mesa. Papá decía que nunca olvidamos una mesa preparada con cariño, por más sencilla que sea, y ahí fue cuando el hilo conductor del libro tenía que ser papá, por toda su historia, porque fue la piedra basal de la historia de argentina de la gastronomía. Quería dejar testimonio de su aporte. El libro tiene algo de un modo de vida.

–¿De qué modo de vida?

–Del arte, de la comida que es un lugar de comunión, la cocina que es el centro de la casa. Es un modo de vivir en conexión. Y en mi familia hay mucho de eso, sobre todo por el lado de mi mamá, ella aportó a todo esto y lo hace cuando vamos allá [a Inglaterra].

–¿Siempre te gustó cocinar?

–No soy cocinera profesional, pero me gusta cocinar, como a mucha gente. Mi miedo con el libro eran los ojos del otro, si publicaba o no recetas de él o mías reversionadas, pero todo tenía que estar a la altura de él. Entonces ahí me saqué todo ese peso de la cabeza y decidí hacer recetas mías, por ahí inspiradas o las que me traen recuerdos. Las de papá tienen mucho más proceso y técnica, especialmente las últimas. Hacer algo así era imposible, porque yo no soy él. Ahí me acordé de una frase que me dijo mi papá: “Nadie es más que uno. Igual puede ser, pero más no”. Desde ese lugar honesto, me dije ¿por qué no?

–¿Y qué querías contar?

–Algo que solo yo podía contar, nadie más. Mi historia de vida. Destacar eso que nos hace únicos, cómo lo es mi manera y experiencia personal. Fue también el proceso de aceptar y valorar porque uno da por sentado muchas cosas. El lugar de privilegio en el que me puso la vida a través de situaciones. Como te decía antes, lo extraordinariamente difícil y extraordinariamente lindo. Estoy contando mi historia, no la de papá.

–¿Consideras que tu papá fue reconocido en su momento?

–Creo que le faltó reconocimiento. Por eso esto es también en parte como mi revancha.

–¿Quizás porque era demasiado adelantado para su época?

–Sí, porque además todo lo que hizo mi papá es lo que se está haciendo ahora. Por ahí no era un personaje fácil de tener enfrente, pero ha sido el primero. En ese lugar sí me parece que no lo han valorado en la gastronomía, que no se lo ve en su totalidad. Papá tuvo 40 años de carrera, laburó sin parar. Y en esos 40 años su misma cocina tuvo una evolución. Fue toda una trayectoria. Los últimos años del Gato Dumas, si ves los menús, la cocina con los productos de las estaciones, la cocina de los perfumes. Papá no era papá por la televisión. Aunque de hecho fue el primero en recorrer el país y mostrar los productos en la televisión abierta, promoviendo una cocina nacional; el primer cocinero de restaurantes profesional en la televisión, porque Petrona ya lo había hecho, pero era una ecónoma. Eso lo hizo más popular. Creo que no se lo dimensiona en su totalidad. Papá no era estrella, almorzaba todos los días con los mozos y los cocineros. Era cercano con todo el mundo, tenía esta cosita armada, pero no se la creía.

–¿Cómo resumirías la forma de ser del Gato Dumas?

–Divertido, canchero, cercano, humano, la pasión y el respeto que tenía por su oficio. Fue provocador en su vida personal, con sus padres también. Cuando me bautizaron, en el 66, llegó a la iglesia con arito, su pelo, un estilo hippie. Mi abuelo Carlos y mi abuela, espléndida, ven llegar a este hijo único así… lo echó de la iglesia [se ríe]. Pero después fue muy trabajador. Laburaba porque tenía que laburar. Nunca fue bueno para los números, nunca fue rico porque debería haber sido riquísimo, pero nunca se administró bien. Pero nada le gustaba más en la vida, era un apasionado por su trabajo.

Un padre que pintó una flor en el techo de la habitación de Siobhan para que la viera todos los días al despertarse… El mismo que le dijo “Te quiero” en su última llamada telefónica. Todo eso era el Gato Dumas. Palabras de hija.