Luis Ortega habla de turf, el cine de su madre Evangelina y su nueva etapa: “Las cosas con corazón son un incordio para los negocios”

“Esta película inaugura para mí una nueva etapa, que es como un punto de no retorno”. Para hablar de El jockey, la película argentina de mayor proyección internacional de este año que se estrena este jueves a los cines de nuestro país, Luis Ortega abandona de entrada cualquier intención de referirse a temas específicos del cine.

No habrá en el comienzo de una larga conversación con LA NACION menciones al argumento, a los actores o a su propio trabajo como director, sino un ejercicio de introspección desde el cual se plantea unos cuantos interrogantes. En todo caso, profundos descubrimientos creativos que confirmarán algunas respuestas, expresadas a través de una obra de notable coherencia, todavía secreta en su mayor parte para el gran público, junto con varias preguntas nuevas. Y aclaraciones frente a posibles equívocos, como el de creer que El jockey es una película sobre el turf.

Ortega responde desde el sillón más grande de su amplio estudio ubicado a pocas cuadras de Parque Centenario. Detrás, ocupando casi toda la pared, hay una inmensa pintura con el rostro de Leonardo Favio en su juventud. Estamos en un piso alto, antiguo y muy bien cuidado, al que se accede por una estrecha escalera y en el que el visitante descubre, por ejemplo, dos enormes bibliotecas, una con libros y otra llena de películas de cine de autor en DVD. Los volúmenes que están sobre el escritorio resumen buena parte del perfil de las búsquedas intelectuales de Ortega: Rimbaud, Lou Reed, Freud y el escritor inglés Denton Welch, cuya breve y atormentada vida podría perfectamente inspirar a uno de los típicos personajes de las ficciones del director.

“El Hipódromo de Palermo, que es un lugar mágico, tuvo la generosidad de brindarnos una locación que es única en el mundo. No hay otro lugar igual. Y yo les aclaré que no era una película sobre el turf. Después de verla muchas veces, me di cuenta que en realidad habla más de lo que se siente ser un director de cine que un jockey. Y del contraste entre el mundo interior, de donde salen las películas, y la industria y el mundo de los negocios, que en definitiva deciden qué se va hacer y qué no”, explica Ortega.

La charla transcurrió en el breve lapso que el director encontró para regresar a Buenos Aires después de presentar El jockey en los festivales de Venecia (donde formó parte de la competencia oficial) y Toronto, y antes de viajar a San Sebastián, donde recibió la noticia de que su película había sido elegida por la Academia del Cine de la Argentina para representar al país en la búsqueda del Oscar internacional y del Goya a la mejor película iberoamericana.

Asomarse a la historia de Remo (Nahuel Pérez Biscayart) -un jockey obsesionado con mantener su fama pasada, amenazada hoy por distintas adicciones, y de su desaparición después de un accidente, de la cual regresa completamente cambiado, alterando su mundo y el de las personas que forman parte de él- abrió en Ortega preguntas profundas y complejas relacionadas con la identidad, la personalidad, la creatividad. “Yo siempre estuve convencido de la película que iba a hacer, pero a los productores con los que había trabajado hasta ese momento no les pareció lo mismo. Antes, si me animaba a pasar por una sala donde se veían mis películas, lo más probable es que estuviera vacía. Fueron películas hechas con dos pesos, casi sin equipo técnico. Hice un largo recorrido hasta que en un momento las cosas empezaron a funcionar mejor. Pude arreglar esta casa, por ejemplo. La imaginación es gratis, escribir tiene un costo mental y físico, pero para filmar tenés que salir a pedir el dinero y la industria está pendiente de otros asuntos. El desfasaje puede ser muy grande”, explica.

-Pero estuviste en Venecia y en Toronto, festivales muy grandes y exigentes, donde tu película fue seleccionada y muy bien recibida por la crítica.

-Me refiero a la instancia previa a la realización de una película, que es una apuesta a algo que nunca resulta un negocio garantizado. Las productoras repiten a los mismos actores todo el tiempo, el algoritmo, la estructura, el modo de narrar. Y cada vez hay una tendencia más grande entre los productores y las plataformas de eliminar del mapa al director, que pasó a ser un estorbo en el negocio.

-¿Cómo es eso?

-Dentro de poco, a una película la va dirigir la inteligencia artificial. Estamos en un momento en el que las cosas no sé si son buenas o malas, esa es otra discusión. Pero las cosas que tienen corazón son un incordio para los negocios. Solo están pensando en un actor famoso, en un guion que cumpla la función de lobotomía del día para que un espectador que no piensa, no sufre y no siente pueda volver al trabajo al día siguiente y ser funcional. Yo pienso otra cosa: creo que cualquier expresión artística pone en cuestionamiento muchas cosas y puede generar crisis profundas. Hacer que una persona decida, por ejemplo, que no quiere trabajar más de lo que está haciendo.

-¿Es lo que te está pasando a vos con esta película?

-Una historia como la de El jockey puede generar incomodidades que perturban un poco el orden y eso genera problemas. De repente, aparece una película como esta, que cuestiona quiénes somos en realidad, si es que somos alguien. Es un riesgo y un dolor de h…, porque el guion no es convencional, porque un productor no sabe cómo va a salir. La disociación que tiene el personaje principal de El jockey con su métier, digamos, es la representación de lo que significa estar vivo hoy y tener que lidiar con gente que solo está detrás de un negocio redituable.

-Vos estás advirtiéndole de alguna manera al espectador que se va a encontrar con una historia que lo pondrá frente a un espejo, lo va a incomodar y le hará cuestionar unas cuantas cosas. Probablemente esta no sea una película para todos.

-Ese es un veredicto. Al mismo tiempo, tengo mis dudas sobre quiénes son todos los espectadores. No sé si es un halago o un defecto formar parte de “todo el mundo”. Pero hablando del espejo, cuando nos despertamos a la mañana y nos miramos ahí, no tenemos la menor idea de quiénes somos. Esa es la pregunta que se hace El jockey con su propio lenguaje. El relato está hilvanado por esa pregunta: ¿dónde está uno? Sin duda, el cuerpo no es suficiente como respuesta y ahí entra la parte espiritual.

“Las cosas que tienen corazón son un incordio para los negocios. Solo están pensando en un actor famoso, en un guion que cumpla la función de lobotomía del día para que un espectador que no piensa, no sufre y no siente pueda volver al trabajo al día siguiente y ser funcional”

-¿De qué manera?

-De ahí surge mi relación con el cine. Todos somos una cámara, nos guste o no. Lo que hacemos es percibir imágenes y sonido permanentemente. La anarquía de la percepción es tan grande y varía tanto entre las personas que, en el fondo, todos tenemos un gran potencial creativo. Pero, por algún motivo, la industria se encargó de colocarlo en una cajita y reducirlo a una expresión muy pobre. El cuentito, el conflicto, los tres actos, lo que tiene que pasar a los 20 minutos. Si mirás hoy una película de Fellini, lo que ves es de una libertad descomunal, abrumadora como la vida. Y pasaron, no sé, 70 años, y el lenguaje se empobreció de una manera desmoralizante. Nadie se atrevería a hacer tres planos de La dolce vita, La Strada. Se lo decís a un productor y te tira el guion por la cabeza.

Trucos evidentes

-¿Y a qué se debe esa involución?

-Dicen que en la época de las cavernas la gente se juntaba alrededor del fuego y uno tenía que contar un cuento. Si los otros se aburrían, le daban un palazo en la cabeza. De allí hasta hoy debería haber una evolución. Y por supuesto, es clave que una película te atrape. Pero, ¿a qué costo? ¿Hacer un truquito de guion evidente cada tres minutos? Sería mucho mejor entrar en un viaje que ponga tu propia vida en perspectiva, porque estamos todos muy aislados y deberíamos unirnos a partir de nuestra fragilidad. Es la soledad y la vulnerabilidad lo que tenemos en común, no la fortaleza. No aceptamos ese factor humano que es común a todos. Y eso trae consecuencias.

-¿Cuáles?

-Que la inteligencia artificial esté ocupando el lugar que hoy tiene. Como te dije, va a terminar dirigiendo las películas y van a terminar actuando en ellas actores que no existen. Dentro de poco tiempo, Netflix va a dirigir sus películas sin directores. En realidad ya lo está haciendo.

-Venís de contar historias de personas reales, como Carlos Robledo Puch en El ángel y los integrantes del clan Puccio. Ahora entrás en un mundo idiosincráticamente porteño, como el del hipódromo, pero sin un anclaje concreto en la realidad. Quienes esperan una continuidad con tus trabajos más recientes seguramente se van a extrañar.

-Hay un engaño alrededor de esa realidad. El ángel está inspirado en una persona que existe, pero nadie le conoce la voz o una frase real que haya salido de su boca. No hay una sola entrevista filmada con él. No es la vida de Julio Iglesias. Es una leyenda urbana. Lo que hice en El ángel fue una ficción absoluta. Como a los productores les resulta un negocio más seguro basarse en un caso real, me agarré de eso para conversar con ellos, pero a mí nunca me interesó que fuera un caso real. De hecho, todo lo que pasa en esa película es inventado. Y en El jockey también, solo que con más libertad.

“Si mirás hoy una película de Fellini, lo que ves es de una libertad descomunal, abrumadora como la vida. Y pasaron, no sé, 70 años, y el lenguaje se empobreció de una manera desmoralizante”

-¿No hay nada en El jockey que no haya salido de algún caso o hecho verídico?

-El jockey nació igual que mi primera película, con un tipo que caminaba por la calle. Me llamó la atención y lo empecé a seguir. Iba vestido con una cartera y un tapado de piel, mitad hombre y mitad mujer, y entraba en todas las farmacias. Cuando salió de la tercera me dijo: “Peso cero en todas las balanzas, no existo. Pero me persiguen”. Me pareció un punto de partida alucinante. Ya tenía la película.

-¿Y cómo apareció la temática turfística?

-Un amigo muy querido me llevó al hipódromo y me dije: este tipo pudo haber sufrido un shock y se cayó del caballo. Al despertar del coma agarró un tapado de piel, una cartera y salió a la calle. Se le borró el disco rígido.

-Y te dijo además que no pesaba nada. En el mundo de los jockeys hay un tema importante con el peso del jinete y con la balanza.

-Exacto. El tipo sale del hospital y empieza a mirar al mundo con la pureza de un ser recién nacido. No tiene toda la información que manejamos nosotros. Mira todo a su alrededor como si fuera un milagro, no busca explicaciones ni etiquetas. Entonces, golpearnos en la cabeza puede ser una gran oportunidad.

-¿Cómo se relaciona esta expectativa con aquello que comentabas al comienzo sobre encontrarte en un punto de no retorno para tu carrera?

-En que hay una mayor confianza en la intuición y en el resultad. Ya no quiero bajar el nivel del lenguaje para complacer a aquella gente que después, en definitiva, va a terminar empobreciendo el resultado de la película. Hoy tengo una visión, la puedo respaldar y garantizar que estoy ahí para que funcione. El mundo ingresó en otra fase y no podemos quedarnos detrás con las propuesta audiovisuales. Percibir hoy imagen y sonido desde una computadora o en la calle es algo muy distinto a lo que ocurría hace 10 años, ni hablar de más lejos. Hay que estar a la altura de la experiencia humana actual en vez de anclarnos.

-¿Cuál es tu fórmula para lograrlo?

-A mí me encanta el relato clásico. Lo único que veo son películas en DVD de hace mucho tiempo. Hace poco vi La noche, de Antonioni. No sé cómo podría filmarse hoy algo así. El otro día apareció mi hijo hablando de San Martín y Remedios de Escalada. Le conté que su abuela, Evangelina Salazar, había sido Remedios en una película de Torre Nilsson. Cuando la vimos, había una batalla con 200 caballos. Ningún productor hoy consigue eso.

-Batallas enormes filmadas sin un solo efecto digital.

-Tal cual, pero hace 60 años se hizo tranquilamente. No es Ran, de Kurosawa, pero ves de verdad a esa tropilla yendo al combate, los caballos que ruedan, los jinetes que caen. Ves Nazareno Cruz y el lobo y decís: esto se parece a la vida, aunque uno no sea un lobizón.

Dar un paso al costado

-No hay un mensaje político en tus películas, pero sí una proclama humana. Seguís el camino de los marginales, de los que están fuera del mundo. ¿Eso es lo que querés decirle al público en este momento?

-En realidad no quiero decir nada en particular, pero sí creo en que nosotros, como personas, tenemos el derecho de dar un paso al costado y decir que no vamos a formar parte de un mundo que no ofrece ningún contenido espiritual que pueda ayudar a salvarnos. Todo eso tiene un costo económico y social, pero también un beneficio profundo, que es hacer contacto con lo que uno es en realidad. Si hay algo que propone la película es entrar en contacto con lo desconocido, con el infinito. El viaje no se termina cuando te morís ni empieza cuando nacés.

-Es lo que hace el personaje de El jockey. Un viaje a lo desconocido.

-Es lo que hace brotar la empatía y el amor entre las personas. Allí es cuando nos miramos y podemos decir que estamos todos perdidos y no nos atrevemos a confesarlo. A veces tiene que ocurrir algo tremendo como morir y nacer de nuevo. Es lo que le pasa al protagonista de la película.

-Te vimos hace pocos días en la alfombra roja de Venecia. ¿Sentís alguna contradicción entre tu presencia en un lugar como ese y la postura que tenés frente al mundo en este momento?

-Esta película está hecha de la imaginación o la percepción que puede tener un chico de seis años. Es una extensión de tu infancia. Si lo que triunfa es que te reciban con una propuesta que no pasa con hacer un negocio, ganar dinero o prestigio, es un honor para mí estar en esa alfombra roja. También es un momento lisérgico y extrañado. Yo llegué hasta acá como un chico, soñando. No cambió nada para mí, más allá de los cambios en el cuerpo. Sigo siendo una persona sensible que logró un poco de credibilidad en el afuera, porque los chicos siempre son subestimados en su locura, en cómo construyen las frases, en cómo dibujan de manera no convocncional. Hasta que vienen y nos podan las alas, te mandan al colegio, a responder a un nombre, a tus responsabilidades, a empezar a encarrilarte y ser un empleado más de la matriz.

-Pero hay socializaciones inevitables. Vos también mandás a tu hijo a la escuela.

-Sí, pero después me encargo que él se reafirme en su mundo imaginario.

-¿Te cambió la perspectiva como creador el hecho de que tu hijo ya tiene cinco años, entra en uso de razón y podés compartir cosas con él, como ver la película El santo de la espada, en la que actúa su abuela?

-Si yo no hubiese tenido un hijo esta película no existiría. El jockey está completamente atravesada por la experiencia de ser padre. Gran parte de la película está marcada por la sensación de ansiedad y pánico que nos genera no saber qué tipo de padre uno puede llegar a ser. Lo mismo le pasa al personaje cuando dice: yo ni siquiera aprendí a amar, no sé cómo se ama. Lo que la película propone es estar a la altura de nuestra percepción. Por eso hice pintar el cuadro de Favio con el rostro que tenía cuando era chico. Siempre me está mirando como si me dijera: no arrugues.

-Hablás de tu familia, de tu hijo. Y vos mismo formás parte de una familia con un apellido de peso, con padres y hermanos que han hecho cosas importantes, que dejaron su huella. ¿Hablás con ellos de tus películas? ¿Les mostraste El jockey?

-Por supuesto. Y hay muchas cosas que tenemos en común. A los ocho o nueve años mi viejo trabajaba en un cementerio y el otro día me contaba que uno de sus trabajos era sacar los restos de las personas a las que sus familiares ya no iban a visitar y trasladarlos a un osario. “Tanto lío para esto. Haya sido uno lo que haya sido, termina en esto”, decía. Y de eso exactamente habla la película. Lo que uno cree que es, al final no es. Cuando tenés un hijo te das cuenta que es imposible que el alma aparezca con el parto. Venimos de más lejos, es evidente. Cuando sos chico te das cuenta.

Todo es transitorio

¿Y ahora que sos adulto y reconocido por todos? ¿Quién es Luis Ortega?

-Yo sé que no soy nadie. Si dicen Luis, por ahí me doy vuelta. Pero eso no quiere decir nada. Este cuerpo es una herramienta para mí. Pero yo sé que el hombre detrás de las películas no existe. Me encargo todos los días de no tomarme muy en serio. Sé que esto es absolutamente transitorio, todo lo es. Pero este personaje que nos tocó hacer en este plano, en este momento, es muy transitorio. ¿Cuánto puede vivir una persona en relación al infinito? No es nada, no es ni un pestañeo en la eternidad.

-¿Ya estaba en tu cabeza Nahuel Pérez Biscayart cuando empezaste a pensar en El jockey?

-Aquella persona que seguía y entraba a las farmacias era real, un vagabundo de origen ruso, creo que era de Sebastopol. Lo vi vestido de mujer y me dije que el único que puede hacer esto es Nahuel Pérez Biscayart, uno de los mejores actores del mundo. Acá tenemos grandes actores, como Rodrigo de la Serna, pero son muy pocos los que cuentan con esa energía vital que trasciende al personaje.

-¿Cómo sigue tu vida después de El jockey?

-Toda esta negativa que tienen los productores de financiar cosas que no son obvias o no cumplen con el algoritmo a mí me llevaron a crear mi propia productora. En el fondo, me hicieron un favor. La armé con Rodolfo Palacios, que viene de la escritura y del periodismo, y con Esteban Perroud, que es un tipo de cine. Para hacer esta película nos juntamos con Rei Cine, gente más relacionada con el acto cinematográfico y no tanto con el algoritmo. Me parece que es el momento de pasar al frente. Yo ya no tengo 19 años y estoy estoy dispuesto a pararme en la línea de fuego y hacer lo que tenga que hacer para que mis películas vean la luz. También estoy dispuesto a hacerlo por otros directores.

¿Hay alguna idea dando vueltas en ese sentido?

-Estamos con un proyecto que va a dirigir un amigo mío toda la vida, Martín Fisner, que encuadró casi todas mis películas. Es una historia totalmente libre sobre el paso por este mundo de Luca Prodan y la va a protagonizar Peter Lanzani.

-También adelantaste algo en Venecia de tu próximo proyecto como director en una entrevista con Variety.

-Así es. Es la historia de un cura muy abocado a la búsqueda de Dios y al servicio hacia los demás. Y un día se cruza en su camino a una actriz que no duerme hace como 14 días y se empieza a volver loca. Él la contiene y empieza entre los dos un vínculo amoroso. A partir de ese momento, ella lo introduce en un mundo más caótico, con muchos excesos. Él empieza a dar unos sermones brillantes, pero algo excesivos, y la Iglesia decide mandarlo a Bolivia, a Potosí, a trabajar con los mineros. Y se especializa en dinamita, un material que está al alcanza de cualquiera allí, porque hay muchos pueblos mineros.

-¿Qué es lo que más te llama la atención de una historia como esta?

-Me gustó la idea de mostrar a un cura que anda buscando a Dios y se especializa en dinamita. En un momento, él cruza el salar de Uyuni para visitar a un monje que le dice que el mundo empezó con el suicidio de Dios y eso dio origen al Big Bang. Y esa teoría es un poco la que atraviesa la película, el suicidio de Dios que da origen al Big Bang.

-¿Ya tenés decidido hacerla?

Sí. Ya estoy buscando locaciones, tengo algunos socios y un protagonista en mente. La película termina en Suiza, en una especie de NASA europea que está a 200 metros bajo tierra donde un grupo de científicos trabaja con la “máquina de Dios”, tratando de descubrir la sustancia de la eternidad.

-El jockey fue tu último trabajo con Daniel Fanego. ¿Qué recuerdos guardás de tu trabajo junto a él?

-En los últimos seis años filmé tres películas con Fanego: El ángel, El jockey y Siempre es de noche, que está ahora en postproducción. Hace unos días le dije que no me imaginaba haciendo una película sin él, y todavía no lo imagino. Dirigió la obra Después del ensayo, que espero siga en cartel porque es una maravilla. Hace brillar a los actores como solo lo puede hacer alguien que ama profundamente. Y a su vez era un estoico. La última vez que lo vi estaba mirando a la muerte de frente. Y no se le movía un pelo. Antes de despedirme rezamos junto a Laura, su mujer. Por suerte nos dejó a su hijo Manuel, que es un santo y un artista de los que no abundan. De cualquier modo, nos volveremos a ver.