Los años argentinos en la memoria de un genio: Richard Strauss

Mis amigos me dicen que usted está trabajando para mi música con gran cariño y mucho éxito en el Teatro Colón, un teatro que recuerdo con gratitud —leía Erich Kleiber en una carta de Strauss de 1947—. ¿Sabe que fue allí donde en una oportunidad dirigí una Salomé un domingo a las 4 de la tarde y una Elektra a las 9 de la noche de ese mismo día? En esa época —añoraba el autor de la epístola, uno de los compositores más grandes de todos los tiempos, ya en el ocaso de su vida—, podía llevar a cabo hazañas semejantes, mientras que ahora estoy sentado, enfermo y triste en medio de las ruinas de Berlín, Dresde, Múnich y Viena. ¡Pero doy gracias a Dios que sólo veo esas ruinas en mis tristes pensamientos pues la vista real es demasiado atroz! —contaba el octogenario músico, testigo de esos dramáticos sucesos—. Y cuando oigo nombrar al Colón, recuerdo que en 1923 presenté allí la primicia de la 7º Sinfonía de Bruckner con la Filarmónica de Viena. El público fue muy cortés, nos brindó una acogida cordial y respetuosa. Su espléndida carta —le decía a Kleiber, el extraordinario director de la temporada alemana en el coliseo porteño—, me dio una alegría enorme. Me recordó vívidamente esos días queridos en nuestra ahora devastada Berlín… Siempre, cordialmente suyo”, firmaba Richard Strauss.

La Segunda Guerra Mundial había terminado hacía dos años. A Strauss se lo consideraba nazi por no haber abandonado la Alemania de Hitler como sí lo hizo el destinatario de la misiva, Erich Kleiber, cuando en 1934, en la cima de su fama, se opuso al Nacionalsocialismo y en señal de protesta renunció a la ópera estatal de Berlín y emigró a una república próspera y libre que lo acogía con generosidad desde 1926.

Pocos días antes de la rendición alemana, Strauss terminaba de componer su Metamorfosis, una obra sombría, extrema y resignada sobre la destrucción, la despedida lenta de un mundo que había llegado a su fin y en cuyo desenlace transcribía, con las voces graves de la orquesta, una cita de la Marcha fúnebre de Beethoven en su 3º Sinfonía. ¡Vaya confesión como legado al borde de la existencia! Tenía 81 años. Y según cuenta la leyenda, cuando los soldados norteamericanos llegaron a su residencia en Garmisch, le bastó decir: “Soy el compositor de El Caballero de la rosa” para evitar la confiscación. Lo que no pudo evitar fue el juicio de desnazificación que lo liberó de culpas y penitencias.

Strauss había actuado en la Argentina en 1920 al frente de la Filarmónica de Viena con nada menos que 16 conciertos. Luego en 1923 con 13 conciertos sinfónicos y las representaciones de sus célebres óperas, esas Elektras y Salomés de la juventud a la que aludía en su carta. Era la gloria de Strauss en la capital argentina, pionero de las grandes giras internacionales que marcaron aquel siglo en que el Teatro Colón (que acaba de presentar Ariadna en Naxos), era escala ineludible por la magnificencia de su sala y la cultura y entusiasmo de su público, pero sobre todo por la abundancia que dispensaba la joven nación en el momento más esplendoroso de su historia.

A esa Argentina del progreso y la libertad había llegado Kleiber cuando gobernaba un presidente radical que contribuyó como ningún otro al desarrollo de la cultura clásica: Marcelo Torcuato de Alvear (esposo de la soprano Regina Pacini, melómano del que se registraba, en casi todos los conciertos, el ejemplo de su puntual asistencia en el palco presidencial desde donde, a través de sus prismáticos, señalaba a quienes llegaban tarde).

Richard Strauss murió en 1949 conmovido por el desmoronamiento de un mundo que veneraba. En ese mismo año y tras más de dos décadas de vínculo con este país del que se hizo formal ciudadano, Erich Kleiber abandonaba una Argentina que presentía diferente de la descollante nación en la que soplaban vientos de progreso y libertad.