La isla de los templos sagrados rodeados de selva tupida que impactan por su construcción
Bihinneka Tunggal Ika es una frase en javanés antiguo que está en el escudo de Indonesia, se menciona específicamente en la constitución del país y quiere decir unidad en la diversidad. Casi el noventa por ciento de la población es musulmana, pero el país reconoce otras cinco religiones oficiales. Hindúes, budistas, confucionistas, católicos y protestantes son libres de practicar su fe. Indonesia también reconoce 1340 grupos étnicos por lo que la frase entonces cobra sentido. Esta nación insular con 17 mil islas y 265 millones de habitantes es el cuarto país más poblado del mundo y no presenta conflictos religiosos ni étnicos.
En la isla de Java vive casi la mitad de la población. Allí está la capital, Yakarta, y su ciudad melliza, Yogyakarta, que fue la cuna de la cultura javanesa, y donde se erigen el templo budista de Borobudur, el más grande del mundo, y los de Prambanan, un conjunto de más de 200 templos dedicados al dios hindú Trimurti (la conjunción de Shiva, Brahma y Vishnu), el más grande después de Angkor Wat, en Camboya.
Como en toda Indonesia, se respira una espiritualidad que trae tratos siempre amables. Yogya –así la llaman en Java– está bendecida además por una naturaleza exagerada: el caudaloso río Progo, el volcán Merapi que cuando no erupciona es una montaña triangular perfecta, que se erige majestuoso entre la niebla del alba y la selva tropical.
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Borobudur fue construido sobre una colina, a 250 metros de altura, en el siglo IX, rodeado de llanuras verdes y cerros distantes. Son seis plataformas cuadradas ornamentadas con 2672 paneles en bajorrelieve que representan imágenes de la vida de Buda. Sobre ellas siguen otras tres plataformas circulares con 504 estatuas de Buda ubicadas dentro de estupas (construcciones circulares). Algunas ya no tienen en pie la bóveda original, solo quedó la base y entonces el Buda sentado se aprecia completo. En las estupas que aún conservan la campana, hay que espiarlo a través de los rombos calados en la pared.
Hasta hace unos años, era posible ingresar al templo al alba y sumarle al paisaje imponente de los Budas y las estupas, los rayos oblicuos del sol. Ahora está prohibido y el ingreso se hace después de las diez, por lo que el intenso calor y humedad tropical están garantizados.
Cuesta creer que la estructura es un conjunto de bloques de piedra encastrados, que se mantienen unidos sin cemento hace 1200 años. Hoy Borobudur es un sitio de peregrinación budista para la celebración anual de Vesak y la mayor atracción turística de Java, pero hubo un período, después del siglo XIV cuando los javaneses se volcaron al islam, en que los templos fueron abandonados y tragados por la selva. Thomas Raffles, fundador de Singapur y vicegobernador de Java en tiempos de la colonia británica, los redescubrió en 1814, pero fue recién en 1975 cuando el gobierno de Indonesia y la Unesco trabajaron en la restauración de Borobudur y adquirió la fisonomía actual. Tardaron ocho años y solo utilizaron las piedras originales, sin agregar un solo clavo. Entonces fue declarado Patrimonio de la Humanidad.
Un detalle que sintetiza la filosofía budista está en las caladuras de las estupas que guardan los Budas. Las de la primera plataforma son rombos apoyados en un vértice agudo, como si estuvieran haciendo equilibro. Los de la segunda plataforma, los rombos se perciben más cuadrados. En la tercera son cuadrados apoyados en uno de los lados y en la estupa del último nivel, más grande y solitaria, la pared es lisa y compacta y guarda en su interior un Buda en la oscuridad.
El sentido de esto es representar cómo la vida va de la inestabilidad al nirvana, entendida como la ausencia total de desequilibrio.
La grandeza de este templo provocará un instante de introspección hasta al más agnóstico de los viajeros. Es imposible mantenerse impávido ante semejante monumento a la espiritualidad. El paisaje que se ve desde la plataforma más alta con las ondulaciones del terreno con sus verdes furiosos y el volcán majestuoso sigue siendo el mismo que acompañaba la meditación de los monjes once siglos atrás. Y algo de aquel silencio nos alcanza y reduce las diatribas cotidianas de este siglo.
Como un rompecabezas
Los templos hinduistas de Prambanan están a 50 kilómetros y todo indica que surgieron como respuesta a Borobudur.
Se construyeron doscientos años antes que los templos de Angkor Wat, en el siglo X. También son Patrimonio de la Humanidad desde 1991, pero la tarea de restauración es tan monumental que la Unesco y el gobierno han decidido no encararla. Rodeando los tres templos principales dedicados a Trimurti, –la expresión de dios como el Creador (Brahma), como el Preservador (Vishnu) y como el Destructor (Shiva) que es el principal de 47 metros de altura–, le siguen pequeños templos rodeados por montículos con cientos de bloques de piedra volcánica esperando que alguien resuelva el rompecabezas.
Cada bloque presenta en el frente parte de un bajorrelieve que cuenta una historia. Además, tiene sus bordes tallados preparados para encastrar con el bloque anterior y el siguiente. Armar la secuencia entre esos miles de bloques, fue declarado una tarea imposible.
Yogya depara más sorpresas. Aquí vive Hamengkubuwono X, el único sultán reconocido oficialmente que vive en su palacio levantado en 1755, llamado Keraton. Hay algunas áreas abiertas al público y otras en las que no se puede ni siquiera sacar fotos de lejos. En el jardín, dos enormes pérgolas exhiben instrumentos musicales, regalos recibidos y objetos que fueron parte de la familia real por siglos.
En una sala del palacio se puede participar de una clase de sengkalan con un maestro. Sentados en el piso, el maestro explica que el sengkalan es un cronograma que viene de las antiquísimas matemáticas hindúes, en el que los números simbolizan palabras, es “escribir el tiempo”.
El número uno, por ejemplo, puede referir a Dios, estrella, luna, sol, cielo, rostro, rey o reina. El número dos puede significar ojos, manos, adoración, alas o novia. Y así es como un año importante se convierte en un frase. El maestro –un musulmán experto en hinduismo– nos pide que anotemos nuestro año de nacimiento y una intención secreta que interpreta para darnos nuestro sengkalan. Entonces lo escribe en el pizarrón en alfabeto javanés. Con pluma y tinta lo copiamos como podemos y ese será nuestro souvenir de la visita al Keraton.
Buenos anfitriones
Para una experiencia distinta, que muestra la hospitalidad de Java, una noche fuimos a comer a la casa de un vecino, en una villa cercana al templo de Borobudur. Era una casa de piso y paredes de barro, techo de hojas de palma, sin más luz que las velas. En el pequeño jardín de la entrada, un hombre tocaba el saron –especie de xilofón– sentado en el piso. Adentro, Banyu, el dueño, cocinaba a fuego vivo en ollas de barro. Su mujer sacó de una conservadora las bebidas y nos fue trayendo los platos javaneses tradicionales: soto kudus, un caldo de pollo condimentado con cúrcuma; gudeg yogya, estofado de yaca verde, pollo y huevo duro; nasi bogana tegal, arroz al vapor envuelto en hoja de plátano con condimentos y los infaltables satay, pinchos de pollo, entre otras delicias caseras.
También se puede participar de una ceremonia javanesa junto al río Progo. Al alba y en ayunas, partimos para encontrarnos con un hombre santo vestido de turbante, camisa blanca y pareo (sarong) y una daga en la espalda sujetada por una faja. Era un anciano bajito de ojos dulces que no hablaba más que bahasa.
Nos esperaba junto al río, sentado en una esterilla con cuencos, sahumerios y frutas. Nos tenían preparadas ropas ceremoniales y nos sentamos junto a él. Un intérprete traducía los susurros del anciano que nos explicaba que nos guiaría en la ceremonia del Ruwatan, la limpieza espiritual.
Con ojos cerrados, hizo sonar los cuencos mientras repetía mantras apenas audibles por el fuerte runrún del río. Pidió que cerráramos los ojos y que respiráramos. Después, de pie, nos cortó un mechón de pelo que colocó en una pequeña canasta hecha con hojas de banano y que tenía un incienso encendido. Tomó agua de un cuenco y nos mojó la cabeza tres veces.
Después, nos impuso la mano sobre la coronilla, evocó los buenos espíritus y, como si se llevara las malas energías, sacó la mano bruscamente y la metió en una vasija de barro con agua. Nos pidió que estrelláramos la vasija contra una piedra. Para terminar, caminamos tras él, descalzos, por un sendero mientras repicaba unos tintines, hasta llegar a la orilla del río. Allí nos entregó las canastitas con el mechón de pelo y con un gesto nos indicó que los echáramos al agua.
Entonces volvimos al claro junto al río, donde el hombre santo nos entregó con cuidado una paloma a cada uno, tomó la suya y nos impulsó a liberarlas al mismo tiempo. Después se despidió en su idioma y desayunamos rodeados de ese paisaje prehistórico, de la selva javanesa y el río.
Datos útiles
Cómo llegar. Yogyakarta está a 576 kilómetros de Yakarta, la capital de Indonesia. Hay vuelos que conectan con aerolíneas domésticas de Yakarta a Yogyakarta.Celebración. El Día de Vesak es la celebración budista más importante. Se festeja el nacimiento de Buda con la primer luna llena de mayo, que en 2025 será el 12.Visa. Se puede gestionar la visa al arribo al país. El costo de VoA (Visa on Arrival) por 30 días de estada es de 35 dólares.Vacuna. Conviene tener la vacuna de fiebre amarilla ya que la Argentina es país de riesgo y la pueden pedir.Visita a Borobudur. El templo está a 40 kilómetros de Yogyakarta. Se puede llegar en transporte público con conexión en el pueblo de Jombor. La entrada cuesta 25 dólares. Si se quiere estar cerca, una posibilidad es alojarse en el hotel Amanjiwo, de una cadena hotelera local, con una arquitectura inspirada en el templo.