Gisèle Pelicot, la mujer en “ruinas” que decidió no esconder nada y ya se volvió una heroína mundial

AVIÑÓN, Francia.– De lejos parece una muñeca de porcelana. Menuda, ágil y elegante. Con su pelo castaño siempre impecable y su look discreto y actual, parece una joven mujer, como otras miles de francesas “à la page”. Es solo acercándose que se adivinan los estragos que diez años de humillación sexual provocaron en ella. Estragos que Gisèle Pelicot, a los 71 años, esconde detrás de unos eternos anteojos de sol, un flequillo que le cubre la mitad de la cara y una cartera, a la cual se aferra como si fuera su última tabla de salvación.

“En mi interior, soy un campo de ruinas”, reconoce.

“Un tsunami”, “escenas de barbarie” y un “mundo que se derrumba”, aseguró el 4 de septiembre cuando, durante cuatro horas, recordó el naufragio de toda una vida ante el tribunal de gran instancia de Aviñón, donde se lleva a cabo un juicio histórico contra los 51 hombres que la violaron mientras estaba inconsciente, drogada por su propio marido que la ofrecía a través de las redes sociales.

Sin embargo, a pesar de la vergüenza y la humillación, Gisèle Pelicot decidió no esconder nada. Y comenzó por rechazar el juicio a puertas cerradas, habitual para todas las víctimas de agresión sexual.

“Fui sacrificada en el altar del vicio. Probablemente no me recupere jamás. Pero no es por mi que renuncié a un juicio a puertas cerradas. Muchas mujeres no tienen pruebas. Yo sí”, explica.

“Es para que la vergüenza cambie de campo”, argumenta uno de sus abogados, Stéphane Babonneau, que la acompaña desde el principio como su sombra.

Y es detrás de esa imagen, con su cara estilizada, reducida a su corte de pelo “au carré” y sus anteojos redondos, sin boca y sin nariz, dibujado por la grafista belga “Aline Dessine” para Tik Tok, que numerosos movimientos feministas llaman desde entonces a manifestar en toda Francia “para apoyar a Gisèle y a todas las víctimas de violación”.

Ese movimiento de solidaridad y de simpatía no ha hecho más que crecer, sensibilizando sobre todo a las adolescentes. En las tres semanas transcurridas desde que comenzó el juicio contra su exmarido y otros 50 acusados, “Gisèle” -a secas, como la llaman las mujeres- se ha convertido en una heroína feminista en Francia y en el resto del mundo. Cada mañana, cuando llega a pie al tribunal acompañada de sus abogados y una de sus hijas, las jovencitas la paran para expresarle su admiración, los autos que circulan por el gran boulevard Imbert, a lo largo de las célebres murallas de Aviñón, tocan bocina y los movimientos feministas organizan manifestaciones… Todos elogian su valentía, su fuerza y su dignidad para enfrentar su terrible historia.

Ella agradece con una eterna sonrisa, llevándose una mano al corazón. Pero es imposible no adivinar en su mirada ausente y en su actitud casi glacial, el cataclismo que la ha dejado paralizada por dentro.

Si se es incapaz de aceptar que en todo este horror los protagonistas no son monstruos sino seres banales, cotidianos, gente que viaja en ómnibus, toma café por la mañana en el bar de la esquina y ayuda a sus nietos a hacer los deberes, tampoco se puede hallar explicación a cómo esa mujer tímida, que había soñado con ser peluquera y finalmente hizo estudios de dactilografía; esa madre de familia dedicada a sus tres hijos, amante de su marido -”su único amor”-, que adoraba caminar y cantar en la coral de la iglesia, puede ser hoy la misma septuagenaria dispuesta a librar ese combate ciclópeo para tratar de cambiar la concepción histórica de masculinidad.

“Sé que tendré que luchar hasta el final, pues el juicio durará hasta diciembre”, reconoció el 5 de septiembre, durante su única intervención pública ante las cámaras y los micrófonos del mundo, después de su declaración ante la corte y las primeras preguntas de ciertos abogados de la defensa, que creyeron poder desestabilizarla.

“Evidentemente es un ejercicio de estilo nada fácil. Y soy consciente de que tratarán de hacerme caer en la trampa con sus preguntas”, agregó con una calma desconcertante.

Solo la agresividad de algunos abogados de la defensa, aludiendo a una eventual parte de responsabilidad, consiguió sacarla de sus casillas el 18 de septiembre.

“Desde que entré en esta sala me siento humillada. Me tratan de alcohólica, de cómplice, de exhibicionista… He oído de todo. No tengo la costumbre de enojarme. Pero, francamente, ¡ya basta!”, dijo ese día.

Pero Gisèle Pelicot había dado el tono durante la audiencia. Recordando su infancia, marcada por el combate en el que la propulsó la muerte de su madre cuando tenía nueve años advirtió:

“Mi padre nunca bajó los brazos. Es un boxeador, como yo (…). No sé cómo, pero él me enseñó que mi vida no sería como la de los demás”, declaró.

Hija de un militar de carrera, nacida en Villingen, en el suroeste de Alemania, Gisèle llegó a Francia en 1952, cuando tenía cinco años. Su madre murió de un cáncer cuatro años después y su madrastra se desentendió de ella.

“Pero en mi cabeza, yo ya tenía 15. Ya era una pequeña mujer”, recuerda, evocando una vida “con muy poco amor”.

A los 14 años comenzó a trabajar en una fábrica para pagar sus útiles escolares. A los 16 dejó la escuela: “Quería ser independiente”, explicó.

Cuando, a su vez, su hermano Michel murió de un infarto en 1971, ella aún no tenía 20 años. Pero Gisèle nunca fue de aquellos que exhiben sus emociones: “En mi familia, se ocultan las lágrimas y se comparten las risas”, explicó a sus abogados.

Fue precisamente ese mismo año en que Gisèle conoció a Dominique Pelicot, un joven de su misma edad que conducía un 2CV rojo: su futuro marido y violador. Tras varios años de trabajo interino, Gisèle Pelicot se incorporó a la gran empresa nacional Electricidad de Francia (EDF). Allí haría toda su carrera, en la región parisina, terminándola en un servicio de logística para centrales nucleares. Tras 50 años de matrimonio y algunos altibajos de pareja, con su marido se habían trasladado por fin a Mazan, un pequeño pueblo de la Provenza, en la localidad de Vaucluse, para disfrutar del senderismo y nadar en la piscina de su casa. Desde entonces, su vida íntima fue simple. Como miles de otras jubiladas francesas con un buen pasar, se ocupó de su casa, de sus tres hijos y de sus siete nietos.

Gisèle reconoce haber padecido de algunos trastornos ginecológicos y, sobre todo, una persistente sensación de amnesia durante los últimos diez años de su matrimonio. A pesar de la ausencia de protección de sus violadores, consiguió escapar al sida, la sífilis y la hepatitis, aunque fue víctima de algunas enfermedades sexualmente transmisibles, como el papilomavirus. Por otra parte, la sumisión química le hizo correr un riesgo vital, debido a sus prolongados estados “comatosos”, según la experta Anne Martinat Sainte-Beuve.

Pocas horas antes de las violaciones, su marido Dominique Pelicot, le suministraba comprimidos de Temesta, un potente ansiolítico que tiene la característica de provocar amnesia posterior. Los análisis del pelo de la víctima también revelaron la ingestión de un somnífero durante meses.

Por culpa de esos medicamentos, “cada tres semanas” Gisèle padecía pérdidas de memoria que podían durar hasta 48 horas. Desorientada, decía cosas incoherentes.

“Esas ausencias comenzaron el 27 de noviembre de 2010. Siempre los fines de semana”, recuerda la experta que se ocupó de ella. Esa patología se acentuó en 2013, cuando dejó la región parisina con su marido para instalarse en Mazan. Desde entonces, sus amigos y sus familiares comenzaron a notarla cada vez más cansada y delgada, sospechando un comienzo de Alzheimer. En 2017, consultó a un neurólogo que concluyó a “un ictus amnésico que se aparenta a una especie de agujero negro, una pérdida de memoria sin secuelas”, que tranquilizó a todos.

Pero esa felicidad simple duró hasta aquel 2 de noviembre de 2020, cuando Gisèle se enteró de lo inimaginable: su marido acababa de ser arrestado por filmar debajo de las polleras de una mujer en un supermercado.

“Los policías me salvaron la vida investigando la computadora de ‘Monsieur’ Pelicot’”, afirma hoy Gisèle, refiriéndose solo de esa forma al hombre que abusó de ella durante diez años, y de quien acaba de divorciar.

En las imágenes, que recién tuvo el coraje de mirar en mayo de 2022, “estoy inerte, en mi cama, mientras alguien me viola. Son escenas de barbarie. Mi mundo se desmoronó. Todo lo que construí en 50 años… Francamente, son escenas de horror”, asegura.

“Verme tratada como una muñeca de trapo… No sé cómo lo pude soportar”, repite.

Tres semanas después de comenzado el juicio, Gisèle Pelicot llega cada día al tribunal con la cabeza alta y actitud hierática. Pasa, sin un gesto en la cara, en medio de los coacusados que llenan la sala Voltaire donde se realizan las audiencias y se sienta a la izquierda de la corte, exactamente enfrente de su exmarido, ubicado en un box de vidrios blindados y custodiados por tres policías. Imposible saber si se miran. Si después de haber compartido 50 años de vida común hay algún gesto, alguna mueca, algún movimiento muscular que consiga conectarlos.

Por el contrario, parece observar con mucha atención a sus violadores, que también están ahí. Tienen entre 26 y 74 años, la mayoría son hombres casados, padres de familia, con hijos. Son camioneros, comerciantes, enfermeros, técnicos, vendedores, militares o desocupados. Del total, solo 21 admiten la violación. Como el resto de los presentes en esa sala demasiado exigua para tanta gente —y con mucha más razón— debe preguntarse una y otra vez por qué cada uno de ellos fue capaz de pasar al acto y tratarla como un simple objeto, prescindiendo ferozmente de su voluntad.

Es probable que esa sea la razón por la cual Gisèle Pelicot quiere llegar hasta el final, cuando a comienzos de diciembre la justicia dé su veredicto, que podría enviar a sus agresores a la cárcel, hasta por 20 años de reclusión. Está decidida a que todos estos meses de viacrucis sirvan para mostrar la crudeza y el horror de una violación.